En las actuales condiciones del sistema educativo, que supongo conocidas por los poquísimos lectores de estas páginas, existe un grupo creciente de materias que resultan socialmente irrelevantes, despreciadas por los alumnos y por los padres y, de un modo cada vez más explícito, por los profesores, no ya de materias significativas o prestigiosas, sino por los mismos que las imparten.
Esa irrelevancia supone de hecho que la materia no será suspendida sin escándalo. El escándalo tiene, por lo demás, graves costes no ya para el suspendido, sino para el profesor que – en materia tan despreciable – se atreviera a agraviar al alumno declarándole insuficientemente hábil en el dominio de semejantes contenidos.
Ahora bien, con ello se hunde uno de los lastres más pesados para el ejercicio de una enseñanza real. Caída la condición disciplinaria y moderna de una estimación cuantitativa del rendimiento y la capacidad nos liberamos de al menos una de las lacras de los modernos sistemas de educación, y no de un elemento cualquiera sino acaso del elemento más característico de su constitución: la medición estandarizada del rendimiento del alumno y de su aprovechamiento del servicio – estatal o no – de educación. Dicho elemento, que es signo de la inserción de la educación en el moderno modo de producción y en la sociedad de partículas elementales que define, no puede oscurecerse sin consecuencias. Sin duda la sola supresión de las notas, manteniendo intacto el resto del sistema de educación, no parece que bastara para su modificación esencial; aunque es difícil de creer que, modificado ese elemento básico, la estructura general del sistema educativo se mantuviera intacta.
De hecho las asignaturas irrelevantes, crecientes en número, han de atenerse formalmente a las exigencias de cuantificación del rendimiento, de manera que se someten al principio de la concurrencia y la cuantificación. Pero ésta es, cada vez más, una impostura. Los suspensos se limitan a los alumnos no presentados o a aquellos que, por una u otra razón, suspenden la práctica totalidad de las materias. Tras ellos puede camuflarse el hundimiento real del sistema de notas para estas materias juzgadas irrelevantes, pero cuyo número creciente tampoco dejará de afectar a las más conspicuas. Pero mi optimismo es muy limitado y creo que sería fatal intentar retirar la máscara como, sin embargo, muy superficialmente hacen estas palabras. De ahí que entienda que estas líneas suponen un riesgo. Es ingenuo pensar que los cambios en el sistema educativo tendrían un eco directo en el sistema social, económico o político. Una educación diferente sólo podría proceder de un mundo diferente y no tiene potencia por sí misma para modificar la realidad social, política o económica.
Por esto entiendo que la actitud del profesor de semejantes materias insignificantes ha de ser una actitud de emboscado, cuyo primer requisito es el camuflaje o el engaño. Sólo para los iniciados resultará visible la intención oculta, el verdadero rostro del profesor encargado de estas materias. De «entre todos» sólo «algunos» – contra el democrático «cada uno» – puede alcanzar consciencia del significado profundo de la insignificancia social de las materias en cuestión. Pero entiéndase que ese significado no es, de ningún modo, un significado social, económico o político. A este respecto la educación en general y estas materias en particular son plenamente ineficaces o, más adecuadamente, la pequeña contribución de estas enseñanzas en ese terreno político podría dar lugar a efectos indeseados y secundarios, asociados en cualquier caso a modificaciones extrañas o de otro orden que la educación.
De entre las asignaturas insiginificantes destaca, por razones históricas muy profundas, la religión. Todavía presente en las aulas, contra las verdaderamente racionales reclamaciones de laicidad. Junto a la religión aparecen, inmediatamente, sus «alternativas» siempre concebidas como éticas dizque no religiosas, o como iniciación o aproximación a unos oscuros y confusos «valores» dizque democráticos. El carácter alternativo a la religión de esta ética es un efecto fundamental del curso de la modernidad. Pero aparecerán otras materias de carácter histórico o, finalmente, estético. Todas ellas comparten el mismo sentido, oculto – como decía – no ya para alumnos o padres, sino para los propios profesores que no dejan de lamentar el, sin embargo, bendito carácter «no evaluable» de hecho de sus materias. Repárese en que también la religión está aparentemente sometida hoy a la llamada evaluación, es decir, la calificación numérica o cuantitativa del rendimiento. No hará falta ironizar sobre la incompatibilidad entre ese rendimiento y la naturaleza misma de la religión. Otro tanto podría hacerse en relación a las demás materias despreciables con efectos análogos.
La cuestión que quiero plantear a mis lectores es la siguiente: ¿Qué significado pueden tener realmente esas materias insignificantes? ¿Por qué ese significado ha de quedar oscurecido por la insignificancia atribuida a estas materias por el actual «sistema educativo»? ¿Por qué el profesor de estas materias ha de conducirse emboscado? ¿Cuál es el objetivo y cuál la naturaleza de sus emboscadas? ¿Qué relación guarda ese significado – oculto tras la insignificancia social de estas materias – con una educación de otra naturaleza? ¿Qué efecto social puede tener, si puede tener alguno, la labor de un grupo de parias sin prestigio, pero que tienen ante sí a cohortes de jóvenes tallados por un orden social – y educativo – en el que ellos ocupan formalmente un lugar extravagante, pero finalmente un lugar cuya justificación ha de darse en los términos del espacio social – y educativo – que tan subrepticiamente habitan?