Emergencia

La palabra «emergencia» tiene el sentido de «salida a flote» y de «urgencia», sin duda, era urgente emerger. Creo haber encontrado el método o mejor la figura que permite alentar con la mínima dignidad en el entorno ulcerado y macilento en que respiramos.

La escuela, parte nuclear del sistema de producción y consumo, ha acabado desustanciada por consumo de su propia materia histórica, su destrucción se produce por digestión de la sustancia. No queda ya nada de esto y la escuela se convierte en un patíbulo o un frenopático. Aún podría alcanzar formas más degradadas. Naturalmente no tiene y aniquilaría cualquier alegría de vivir, porque esa alegría es un signo indudable de realidad. Pero la escuela – núcleo del sistema de producción y consumo – es vanguardia de una sociedad en el mismo proceso de consunción. Para habitar la tierra quemada es preciso adoptar las medidas necesarias, todas ellas orientadas por el gesto cierto que consiste en arrojar la sociedad de sí mismo, lo que no es sinónimo de aislamiento pleno pero sí exige una relativa soledad y una sobria y lenta comunicación. Como cordón umbilical, como fuente de alimentación, esa comunicación no será necesariamente establecida con los vivos entre los que hay que moverse con una precaución plena: astutos como serpientes y sencillos como palomas. Buscar supervivientes, sin esperanza y desconfiados, pero sin desesperación y sin temor. No creo que haya ningún superviviente en la escuela, aunque si allí habito bajo mi escafandra podrían encontrarse otros, así también velados. Sólo cierta parsimonia puede traicionarlos, hay que huir como de la peste de los entusiasmados. Menos esperanza todavía del lado de los jóvenes que, en la última década, han sufrido el oleaje demoledor de las tecnología de la información y la telecomunicación. Sin constitución, apenas puede esperarse de los venideros resistencia alguna. Y, sin embargo, sin desesperación: hay que medir el riesgo de seguir algún rastro que pudiera conducir al espíritu del musgaño. Arropado y silencioso, no desespero de encontrar un corazón intacto.

Hundimiento

El sistema educativo ha tenido de nefasto lo que tuvo de sistema. No porque la educación no deba llevarse a cabo de forma sistemática, sino porque la organización imprimida al proceso derivó siempre de las exigencias político económicas, dependientes del Estado moderno. Y el problema no se encuentra tanto en los contenidos organizados, sino en la forma misma de la organización, capaz de degradar cualquier contenido. Centros, aulas, reglamentos, tutelas, horarios, grados certificados, niveles de rendimiento. La gran fábrica educativa inhibe el discipulado, impide la parsimonia – aquella vieja paciencia que se veía madre de la ciencia – degrada el significado vital o real de las lecciones, devenidas unidades didácticas que esconden estándares de aprendizaje. La misma terminología produce un hastío agotador. Los programas estandarizados y pautados desde la administración y los métodos psicopedagógicos, que definen las formas y actitudes del docente. La gran máquina educativa mide tasas de éxito e índices de fracaso.

La verdadera labor de maestro: boicotear la escuela.

El significado de la insignificancia (1)

En las actuales condiciones del sistema educativo, que supongo conocidas por los poquísimos lectores de estas páginas, existe un grupo creciente de materias que resultan socialmente irrelevantes, despreciadas por los alumnos y por los padres y, de un modo cada vez más explícito, por los profesores, no ya de materias significativas o prestigiosas, sino por los mismos que las imparten.

Esa irrelevancia supone de hecho que la materia no será suspendida sin escándalo. El escándalo tiene, por lo demás, graves costes no ya para el suspendido, sino para el profesor que – en materia tan despreciable –  se atreviera a agraviar al alumno declarándole insuficientemente hábil en el dominio de semejantes contenidos.

Ahora bien, con ello se hunde uno de los lastres más pesados para el ejercicio de una enseñanza real. Caída la condición disciplinaria y moderna de una estimación cuantitativa del rendimiento y la capacidad nos liberamos de al menos una de las lacras de los modernos sistemas de educación, y no de un elemento cualquiera sino acaso del elemento más característico de su constitución: la medición estandarizada del rendimiento del alumno y de su aprovechamiento del servicio – estatal o no – de educación. Dicho elemento, que es signo de la inserción de la educación en el moderno modo de producción y en la sociedad de partículas elementales que define, no puede oscurecerse sin consecuencias. Sin duda la sola supresión de las notas, manteniendo intacto el resto del sistema de educación, no parece que bastara para su modificación esencial; aunque es difícil de creer que, modificado ese elemento básico, la estructura general del sistema educativo se mantuviera intacta.

De hecho las asignaturas irrelevantes, crecientes en número, han de atenerse formalmente a las exigencias de cuantificación del rendimiento, de manera que se someten al principio de la concurrencia y la cuantificación. Pero ésta es, cada vez más, una impostura. Los suspensos se limitan a los alumnos no presentados o a aquellos que, por una u otra razón, suspenden la práctica totalidad de las materias. Tras ellos puede camuflarse el hundimiento real del sistema de notas para estas materias juzgadas irrelevantes, pero cuyo número creciente tampoco dejará de afectar a las más conspicuas. Pero mi optimismo es muy limitado y creo que sería fatal intentar retirar la máscara como, sin embargo, muy superficialmente hacen estas palabras. De ahí que entienda que estas líneas suponen un riesgo. Es ingenuo pensar que los cambios en el sistema educativo tendrían un eco directo en el sistema social, económico o político. Una educación diferente sólo podría proceder de un mundo diferente y no tiene potencia por sí misma para modificar la realidad social, política o económica.

Por esto entiendo que la actitud del profesor de semejantes materias insignificantes ha de ser una actitud de emboscado, cuyo primer requisito es el camuflaje o el engaño. Sólo para los iniciados resultará visible la intención oculta, el verdadero rostro del profesor encargado de estas materias. De «entre todos» sólo «algunos» – contra el democrático «cada uno» – puede alcanzar consciencia del significado profundo de la insignificancia social de las materias en cuestión. Pero entiéndase que ese significado no es, de ningún modo, un significado social, económico o político. A este respecto la educación en general y estas materias en particular son plenamente ineficaces o, más adecuadamente, la pequeña contribución de estas enseñanzas en ese terreno político podría dar lugar a efectos indeseados y secundarios, asociados en cualquier caso a modificaciones extrañas o de otro orden que la educación.

De entre las asignaturas insiginificantes destaca, por razones históricas muy profundas, la religión. Todavía presente en las aulas, contra las verdaderamente racionales reclamaciones de laicidad. Junto a la religión aparecen, inmediatamente, sus «alternativas» siempre concebidas como éticas dizque no religiosas, o como iniciación o aproximación a unos oscuros y confusos «valores» dizque democráticos. El carácter alternativo a la religión de esta ética es un efecto fundamental del curso de la modernidad. Pero aparecerán otras materias de carácter histórico o, finalmente, estético.  Todas ellas comparten el mismo sentido, oculto – como decía – no ya para alumnos o padres, sino para los propios profesores que no dejan de lamentar el, sin embargo, bendito carácter «no evaluable» de hecho de sus materias. Repárese en que también la religión está aparentemente sometida hoy a la llamada evaluación, es decir, la calificación numérica o cuantitativa del rendimiento. No hará falta ironizar sobre la incompatibilidad entre ese rendimiento y la naturaleza misma de la religión. Otro tanto podría hacerse en relación a las demás materias despreciables con efectos análogos.

La cuestión que quiero plantear a mis lectores es la siguiente: ¿Qué significado pueden tener realmente esas materias insignificantes? ¿Por qué ese significado ha de quedar oscurecido por la insignificancia atribuida a estas materias por el actual «sistema educativo»? ¿Por qué el profesor de estas materias ha de conducirse emboscado? ¿Cuál es el objetivo y cuál la naturaleza de sus emboscadas? ¿Qué relación guarda ese significado – oculto tras la insignificancia social de estas materias – con una educación de otra naturaleza? ¿Qué efecto social puede tener, si puede tener alguno, la labor de un grupo de parias sin prestigio, pero que tienen ante sí a cohortes de jóvenes tallados por un orden social – y educativo – en el que ellos ocupan formalmente un lugar extravagante, pero finalmente un lugar cuya justificación ha de darse en los términos del espacio social – y educativo – que tan subrepticiamente habitan?

Juntas

Tras cada período lectivo se lleva a cabo un examen de los resultados. Se somete a los alumnos a una prueba o serie de pruebas en que han de mostrar los conocimientos adquiridos. Desde hace unos años ha de medirse también el grado de adquisición de capacidades, habilidades, estrategias de aprendizaje… se supone que además de los conocimientos, aunque nunca ha quedado claro si de otro modo que medimos esos conocimientos, o hemos de suponer esas capacidades abstractas realmente inscritas en los conocimientos mismos. No encuentro otro modo de determinarlas, pero muchos admiten ser capaces de proezas semejantes. En cualquier caso, tras recoger cuadernos a los alumnos, comprobar el cotidiano quehacer – que suponemos reflejado en el viejo cuaderno del profesor – y corregir las llamadas pruebas objetivas resultará una calificación numérica de entre 0 y 10 puntos.

En el ambiente terapéutico y judicial que induce la suspicacia, la terrorífica desconfianza mutua, esta medición ha de responder a criterios estrictamente mensurables, convenientemente publicados y siempre accesibles para alumnos y, sobre todo, padres de alumnos. En materias humanísticas y literarias, en general en todas las materias que se desenvuelven íntegramente en lenguaje de palabras, siempre aparece una indeterminación en la medición que hace posible la impugnación del criterio del corrector. El mejor modo de evitar esas impugnaciones consiste en sobrestimar los resultados. Los problemas burocráticos o administrativos que estas impugnaciones suponen generan una actitud favorable a esa estimación optimista, en la medida en que puede evitarlos. Pero añádase el absoluto desprecio social de estas materias (cuyos problemas se juzgan hoy resueltos o, al menos, disueltos en la conciencia subjetiva de cada cual) y se comprenderá la recíproca valoración despreciativa por parte del profesor, manifiesta en esos resultados notablemente mejorados. Manifiesta en su completa perversión.

La radical impostura tras la «pantomima educativa» es patente en las llamadas juntas de evaluación. Allí los «equipos docentes» se reúnen bajo la inspección del equipo directivo y con el asesoramiento del experto pedagogo – perito en cuestiones jurídicas y terapéuticas – se fijan las cantidades obtenidas y se valoran colegiadamente las decisiones que hayan de tomarse, especialmente en los casos en los que el logro se vea frustrado.

De hecho estas reuniones acaban constituyendo sesiones sin sentido en las que durante horas se reproducen tópicos indecentes del siguiente tenor: «trabaja mucho, pero es muy cortito», «le cuesta, a este chico le cuesta» o «le da igual, no trabaja en absoluto» por no hablar de las referencias a aspectos de la vida de los sujetos evaluados, cuando menos irrelevantes a efectos de dicha evaluación educativa. Si tienen alguna función real – amén de su valor ideológico de encubrimiento del carácter de pantomima de la educación – se reduce al necesario desahogo de personas hastiadas y agotadas, que no pueden admitir la falta de horizonte de su trabajo cotidiano. En otros casos dan cauce al resentimiento de individuos que son cotidianamente ofendidos por estos jóvenes, ayunos de la mínima civilización. Nuestros centros educativos son el espejo de la sociedad y allí encontramos la misma falta de cortesía, la misma subjetividad caprichosa y banal, las mismas actitudes chabacanas o violentas que constituyen la realidad social cotidiana, junto a la soberbia ciega del que desprecia cuanto ignora y, hundido en el lodazal de una muy cuidada autoestima, contempla al profesor como un funcionario, rutinario y absentista, dedicado a la infinita propagación del tedio. Pero el hastío del profesorado se envuelve también, y cada día más, en el colapso de las viejas maneras ceremoniales y corteses que rigieron el trato mutuo. No hay paradoja alguna en el hecho de que sean los estratos socioeconómicamente más ricos los más profundamente tomados por el hastío y el cinismo en que se cuece, aunque en el punto en que nos encontramos el barniz de unos modales perfectamente instrumentalizados, como medios del medro social, permite al menos no temer constantemente por la propia integridad.

En nuestra escuela contemporánea el desprecio es mutuo y el resentimiento es la norma. Da vergüenza hablar de escuela o de educación en condiciones tales. Son palabras de clásica sonoridad que, como todas hoy, están ya irreversiblemente manchadas. Acaso queda un elemento de verdad cuando algunos jóvenes, casi niños, son admitidos al comienzo de la sesión de evaluación para ofrecer allí un informe – orientado por su tutor – de las carencias y actitudes de las que se auto inculpan. Su presencia responde al mismo magma ideológico para-democrático. De hecho, sucede que estos portavoces de la culpa nunca son los responsables del problema sino, por el contrario, a menudo son el único resto de esperanza entre las ruinas del viejo mundo. Parece imposible pero alguna vez conservan todavía un fondo intacto de inocencia.

Y dicho esto, lo mejor será guardar silencio. Si la queja trasciende el arco de los dientes y alcanza los oídos de los máximos responsables darán otra vuelta de tuerca a sus procedimientos multiplicadores de la eficacia y animadores de la existencia laboral, haciéndonos avanzar un nuevo paso hacia la utopía técnica y luminosa de una educación perfectamente profesionalizada. Nadie quedará que pueda ver, si aún las hubiera, esas trazas menguantes de inocencia y toda comunicación sería laminada por la transmisión bien articulada de una información precisa. El magisterio alcanzaría así el grado atroz y y el brillo metalizado de una docencia técnica optimizada. En ese punto – que juzgara otrora inalcanzable – habrá que cancelar algo más que nuestra vida laboral.

Evaluación de calidad.

El número de horas entregadas a la labor administrativa ha ido creciendo con los años y ha forzado una inútil pérdida de tiempo en labores de justificación de la calificación y de diagnóstico de dificultades de aprendizaje que se juzgan técnicamente manejables. De hecho esas dificultades son insalvables porque resultan de la constitución misma de la subjetividad ultramoderna que dota a los novísimos sujetos de una gran resistencia para la actividad constante y fatua, así como de una asombrosa rapidez de respuesta. Esta capacidad supone, sin embargo, la inhibición de toda tenacidad y la pérdida de confianza en resultados a largo plazo, impidiendo cualquier labor sosegada y paciente. Lo menos aceptable es una finísima suspicacia que tiene como condición la pérdida de cualquier confianza mutua y de todo sentido de trascendencia, sin el cual no ya la autoridad se hunde, sino también cualquier comprensión del gesto heroico o abnegado. El magisterio no tiene sentido en esa atmósfera de sospecha generalizada porque requiere del afecto, la estima o el reconocimiento. El viejo magisterio resulta así en docencia o en una función pedagógica técnicamente definida. 14594978_WelcomeToTheFuture_03112013Final1

En este nuevo orden la corrección de pruebas y exámenes se convierte en una tortura sin paliativos. Ha de fundarse de manera rigurosa el dictamen, señalando las deficiencias que se estiman, los errores que se indican, las carencias que se imputan. Cada examen ha de ser recorrido con jurídica precaución, señalando a cada paso la razón del juicio emitido. En disciplinas literarias o filosóficas supone la re-escritura entre líneas y en los márgenes de advertencias e indicaciones, cuando no la redacción de la respuesta apropiada. El tiempo dedicado a dar razón de la nota puede prolongarse indefinidamente.

He alcanzado una pericia en la diagnosis y en su expresión sintética que me resulta enteramente repugnante, pero imprescindible para mi mera supervivencia. Hace tiempo que dejé de utilizar fórmulas como «inmadurez expresiva» porque puede hacerse valer como ofensiva ante la inspección educativa. El barroquismo formulario es el signo de mi estilo de corrector asustado: «inconsistencia semántica» o «expresiones aberrantes o anómalas», «sintaxis imposible» se suman a adjetivos en desuso: nadie conoce ya el viejo «deslavazado» y hay que explicar el sentido de la expresión «falto de articulación o inconexo». Por supuesto me arriesgo mucho cuando señalo «memorización mecánica» o «denota incomprensión».

Hablar de la ortografía en esta situación resulta absurdo. Son muchos los que desestiman el valor de la corrección ortográfica que tiene, en efecto, como fundamento la simple disciplina. En muy pocos casos un error ortográfico conduce a la incomprensión de la frase  y el contexto esclarece, incluso entonces, el sentido que quiso darse. Es la autoridad de la academia la que exige los usos ortográficos apenas vigentes, pero hoy nadie admite una normatividad que no manifieste su valor en alguna forma de eficacia. El caos ortográfico dejaría ver la eficacia que, sin duda, tiene el respeto a la norma ortográfica pero esas dificultades aparecerían a largo plazo y el horizonte de nuestros días se reduce a sus veinticuatro horas. Nadie suspenderá un examen por sus faltas ortográficas, así se cuenten por centenares.

En fin, la corrección de estas pruebas debiera ponernos ante la inanidad del oficio que vanamente desempeñamos. Pero el proceso está muy avanzado y los claustros están atestados de nuevos profesionales docentes. ¿Qué pensaría de todo esto mi maestro?

CCP

Se levantó a las seis de la mañana para salir a caminar. Un viento fuerte barría las calles y unas finísimas gotas intensificaban la noche, la temperatura la hacía acogedora.  Había diez grados y el viento no era frío. No se cruzó con nadie en el trayecto bien sabido y disfrutó del sonido de las ramas agitadas y del canto de los mirlos en la ribera del arroyo. Nada estorbó su paso y pudo disfrutar el abrazo asombroso del numen nocturno.

Sobre las diez y media se reunió la Comisión de Coordinación Pedagógica para discutir la revisión y publicación de los criterios de evaluación y calificación de las pruebas extraordinarias del presente curso. Hace años que el magisterio había perdido completamente sus últimos elementos comunicativos, sufriendo una profesionalización homogeneizadora, pero todavía debía renovarse periódicamente el esfuerzo laminador a través de potentes herramientas burocráticas. La atención al ritmo mecánico y la forma correcta había logrado una satisfactoria estandarización de la palabra.

                El ocaso de la comunicación significó un estado de sospecha generalizada forzando sutilezas de jurista – combinadas con una sensibilidad pediátrica – en el trato mutuo. Era un proceso extendido en el conjunto de las relaciones sociales, pero exacerbado en la relación con menores. El viejo vínculo filial dejó un reseco resto en la forma de una vaga culpa, reactiva, irresponsable y suspicaz, que buscaba consuelo en exigencias a los nuevos profesionales, como tales incapaces de ocupar su puesto in loco parentis.

                La desoladora orfandad de la nueva sociedad civil le resultaba cada día más evidente. Llevaba años tratando de entender la naturaleza de su descomposición, de manera que sus evidencias no eran compartidas. Eran el resultado de demasiadas lecturas de imposible síntesis abreviada. Era común, sin embargo, la constatación de la crisis pero la reacción social y política contribuía continuamente a su intensificación. Así la respuesta consistía en el desarrollo de nuevas técnicas pedagógicas, la difusión y desarrollo de técnicas de gestión de recursos humanos, la adquisición de habilidades orientadas a incentivar la dedicación y afirmar el compromiso con un estudio técnicamente definido. En los últimos tiempos la pérdida de sentido era afrontada en talleres de mindfullness y se había empezado a recurrir a expertos en coaching.

                En el exterior despresurizado el día mantenía su tono gris pero ahora se había vuelto dolorosamente opaco.

Uno

Uno es el sedimento seco de una prolongada labor de trasiego de la botella al espíritu, un resto de – sangrado.

Especie de coloración homogénea de la vida, derivada del tráfico con libros y con modernos adolescentes adocenados.

A veces miro el cielo y siento la pequeñez de una vida abandonada, que se conoce naturalmente mayor que el cielo más elevado.

No hay para qué que no se resuelva en un presente abismado. Porque es absoluta la ternura del viento o el color de la flor que se ha secado.

El otro

Como cada noche, antes de irse a dormir, Raimundo Benavides salió al pequeño jardín de su casa y miró al cielo sin estrellas, luego visitó las páginas de la agencia estatal de meteorología por si había habido algún cambio de última hora. Vigilaba el clima como lo hace un campesino desorientado, pero Benavides tenía acaso un par de plantas, unas tomateras, o unos pimientos que apenas fructificaban. Pensaba que se trataba de un atavismo, una suerte de vestigio heredado de generaciones de hombres de campo, presente en la vida sin rumbo de un viejo suburbano.

Seguía en la rutina diaria, tras el tiempo y el cepillado de los dientes, el libro y unos minutos de lectura recostada. Pronto se le caían los párpados y dormía sin soñar jamás. En los últimos veinte años apenas podía recordar un par de noches de sueños, siempre terribles. Así pues, no los añoraba, todo lo contrario. En su caso eran pesadillas aterradoras, de manera que la ausencia de esas perturbadoras representaciones nocturnas le parecía una bendición.

Además no dormía bien, seguramente los problemas de próstata – también hereditarios – eran la causa de que tuviera que levantarse al menos tres veces para ir al baño. Pero a éstas se añadían otras numerosas interrupciones del sueño. La siesta – inmediatamente tras la comida – reparaba esa carencia y le resultaba casi imprescindible.

El día siguiente sería cálido y sin agua, el peor pronóstico. Tenía unas ganas enormes de que lloviera y empezaba a apetecer el frío. El otoño se presentaba cálido y seco, la garganta se le agrietaba en esas condiciones y una carga creciente lastraba sus ojos. Habría que armarse de paciencia y afrontar esas condiciones del mejor modo.

Subió las escaleras con lentitud y abrió las páginas de un remoto premio Nobel mejicano, se durmió acunado por el paisaje literario de un Anáhuac legendario. Hoy tampoco dejaría rastro en el diario.